MAÑANA
SERÁ OTRO DÍA
El día se despereza por el este. Se abre paso
entre nubes rojas y malvas, como en los atardeceres de Juan Ramón Jiménez en
"Platero y yo". La aurora nos trae otro de sus hijos para que nos de
luz y color. Hoy, aparentemente, es un día más. Una fría mañana de enero recién
iniciada. Para Horacio Cano Ribera lo único que tenía de extraordinario el día
era que no tenía que ir a la escuela. A pesar de sus pocos años ya tenía
amplios conocimientos sobre obligaciones propias de mayor y renuncias a deseos
propios de la infancia. Privilegio de ser el mayor de cinco hermanos. Cuando
salieron de su Santa Fe natal, hacía dos años ya, tuvo que renunciar a ser
niño. A su padre le habían concedido una parcela de regadío en el cacareado
Plan Badajoz y dejaron la vega granadina, donde trabajaba por cuenta ajena,
cuando había trabajo. Ahora eran colonos en un flamante pueblo, de los llamados
Pueblos Nuevos del Guadiana, de casas idénticas, limpias y espaciosas. Aquí
iban a ser propietarios de de su propia parcela y su padre era incapaz de hacer
todas las tareas a pesar de trabajar larguísimas jornadas todos los días del
año. Él dedicaba todo el tiempo posible a ayudar en todo tipo de tareas. La
tierra requería muchos cuidados para ser fructífera, y también se tenían que
cuidar los animales que suponían un pequeño ayuda para amortizar las
concesiones gubernamentales.
Él sabia
de la ilusión que sus hermanos, plenamente niños aún, tenían por esperar
la mágica Noche de Reyes. Pondrían sus zapatos con esperanza cerca de la
chimenea y se irían a dormir temprano para que así los populares Magos de
Oriente pudieran trabajar a sus anchas satisfaciendo sus pobres aspiraciones.
Para Horacio la benevolencia de sus majestades había supuesto, desde hacía ya
un par de años, una de las muchas injusticias que ruedan por este modo de vida
mal repartido en que estaba metido. Desde que comenzó a tener uso de razón le
asaltó la duda sobre lo justos que eran unos seres superiores y mágicos a la
hora de premiar a la chiquillería. Era por todos sabido que a mayor riqueza de
las casas, más ricos eran los obsequios obtenidos por los niños que vivían en
ellas. Él era de la idea de que precisamente en aquellos hogares, como el suyo,
donde el dinero apenas alcanzaba para paliar las necesidades más básicas era
donde más falta hacía los apoyos a la ilusión. Por esas y otras razones de
similar índole, no compartía el nerviosismo de sus hermanos, aunque procuraba
disimular su estar de vuelta en el tema y seguía con fingido entusiasmo las
excitadas previsiones de sus hermanos. Después de todo también a él le llegaría
hacer gracia encontrar, por la mañana, algún par de calcetines y la consabida
cajita con su serpiente de mazapán con diminutos confites de mil colores. Y
naturalmente se dejaba entusiasmar, contagiado por los gritos nerviosos de los
pequeños, y acababa por celebrar la
bondad de aquellos sabios soberanos que milagrosamente recorrían, en una noche,
todas y cada una de las casas del mundo para que a cada niño no le faltara
aunque sólo fuera un simple puñado de caramelos haciendo, con ello, que cada
día seis de enero fuera el día más feliz para todos los niño.
Horacio ese día, víspera de Reyes, ordeñó la
vaca, fue a vender la leche al pueblo vecino y volvió con las pocas monedas
producto de la venta y las entregó a su madre, la gran administradora y
autentica maga que hacia verdaderos malabares con la economía familiar para ir
tapando los agujeros más drásticos del camino. Por la tarde ayudó a su padre en
las tareas agrícolas propias de la época y acabó yéndose a dormir temprano, al
tiempo de sus hermanos. No oyó el paso de los camellos por los caminos de la
huerta, alrededor de la parcela. No se
enteró de cómo acabaron las cabalgaduras con la paja y los puñados de cebada
que dejaron preparados, sus hermanos y él, en tres espuertas junto a la puerta
de su casa. Ni se enteró de cómo se bebieron las tres copas de anís dulce que
su madre llenó y dejó sobre la mesa cerca de la lumbre, que esa noche quedaron
bien encendida para que sus majestades se quitaran el frío del relente.
Fue el primero en despertarse y, después de
despertar al resto de sus hermanos, corrió junto a ellos a medio vestir para
inspeccionar el contenido de sus viejos zapatos. Sus hermanos exhibían
alborotados, uno un juguete de hojalata, otro un caballo de cartón sobre una
tabla con ruedas, su hermana una muñeca de cartón pintado y el pequeño; un
camión de madera coloreada. Sobre su calzado descubrió una bufanda de gruesa
lana, de clara fabricación artesanal y la y la infalible cajita redonda con la
culebrita de mazapán recubierta de confites. Sobre los cuatro pares de zapatos
restantes también se halló la redonda figura contenedora del dulce reptil
invariable.
Viendo el regocijo familiar y con la sabia
decisión de disfrutar de él, el cabeza de familia decidió que ese día era tan
importante que quedaba prohibido todo trabajo agrícola y ganadero en la pequeña
parcela.
Horacio Cano Ribera, como hijo mayor, decidió
íntimamente aparcar su responsabilidad y sus dudas y sed justiciera para, como
niño que en resumidas cuentas era, disfrutar de su inocencia. Mañana sería otro
día.
J. S. del Viejo.
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