domingo, 5 de enero de 2014

Cuento de Dia de Reyes


MAÑANA SERÁ OTRO DÍA  


El día se despereza por el este. Se abre paso entre nubes rojas y malvas, como en los atardeceres de Juan Ramón Jiménez en "Platero y yo". La aurora nos trae otro de sus hijos para que nos de luz y color. Hoy, aparentemente, es un día más. Una fría mañana de enero recién iniciada. Para Horacio Cano Ribera lo único que tenía de extraordinario el día era que no tenía que ir a la escuela. A pesar de sus pocos años ya tenía amplios conocimientos sobre obligaciones propias de mayor y renuncias a deseos propios de la infancia. Privilegio de ser el mayor de cinco hermanos. Cuando salieron de su Santa Fe natal, hacía dos años ya, tuvo que renunciar a ser niño. A su padre le habían concedido una parcela de regadío en el cacareado Plan Badajoz y dejaron la vega granadina, donde trabajaba por cuenta ajena, cuando había trabajo. Ahora eran colonos en un flamante pueblo, de los llamados Pueblos Nuevos del Guadiana, de casas idénticas, limpias y espaciosas. Aquí iban a ser propietarios de de su propia parcela y su padre era incapaz de hacer todas las tareas a pesar de trabajar larguísimas jornadas todos los días del año. Él dedicaba todo el tiempo posible a ayudar en todo tipo de tareas. La tierra requería muchos cuidados para ser fructífera, y también se tenían que cuidar los animales que suponían un pequeño ayuda para amortizar las concesiones gubernamentales.

Él sabia  de la ilusión que sus hermanos, plenamente niños aún, tenían por esperar la mágica Noche de Reyes. Pondrían sus zapatos con esperanza cerca de la chimenea y se irían a dormir temprano para que así los populares Magos de Oriente pudieran trabajar a sus anchas satisfaciendo sus pobres aspiraciones. Para Horacio la benevolencia de sus majestades había supuesto, desde hacía ya un par de años, una de las muchas injusticias que ruedan por este modo de vida mal repartido en que estaba metido. Desde que comenzó a tener uso de razón le asaltó la duda sobre lo justos que eran unos seres superiores y mágicos a la hora de premiar a la chiquillería. Era por todos sabido que a mayor riqueza de las casas, más ricos eran los obsequios obtenidos por los niños que vivían en ellas. Él era de la idea de que precisamente en aquellos hogares, como el suyo, donde el dinero apenas alcanzaba para paliar las necesidades más básicas era donde más falta hacía los apoyos a la ilusión. Por esas y otras razones de similar índole, no compartía el nerviosismo de sus hermanos, aunque procuraba disimular su estar de vuelta en el tema y seguía con fingido entusiasmo las excitadas previsiones de sus hermanos. Después de todo también a él le llegaría hacer gracia encontrar, por la mañana, algún par de calcetines y la consabida cajita con su serpiente de mazapán con diminutos confites de mil colores. Y naturalmente se dejaba entusiasmar, contagiado por los gritos nerviosos de los pequeños,  y acababa por celebrar la bondad de aquellos sabios soberanos que milagrosamente recorrían, en una noche, todas y cada una de las casas del mundo para que a cada niño no le faltara aunque sólo fuera un simple puñado de caramelos haciendo, con ello, que cada día seis de enero fuera el día más feliz para todos los niño.

Horacio ese día, víspera de Reyes, ordeñó la vaca, fue a vender la leche al pueblo vecino y volvió con las pocas monedas producto de la venta y las entregó a su madre, la gran administradora y autentica maga que hacia verdaderos malabares con la economía familiar para ir tapando los agujeros más drásticos del camino. Por la tarde ayudó a su padre en las tareas agrícolas propias de la época y acabó yéndose a dormir temprano, al tiempo de sus hermanos. No oyó el paso de los camellos por los caminos de la huerta, alrededor  de la parcela. No se enteró de cómo acabaron las cabalgaduras con la paja y los puñados de cebada que dejaron preparados, sus hermanos y él, en tres espuertas junto a la puerta de su casa. Ni se enteró de cómo se bebieron las tres copas de anís dulce que su madre llenó y dejó sobre la mesa cerca de la lumbre, que esa noche quedaron bien encendida para que sus majestades se quitaran el frío del relente.

Fue el primero en despertarse y, después de despertar al resto de sus hermanos, corrió junto a ellos a medio vestir para inspeccionar el contenido de sus viejos zapatos. Sus hermanos exhibían alborotados, uno un juguete de hojalata, otro un caballo de cartón sobre una tabla con ruedas, su hermana una muñeca de cartón pintado y el pequeño; un camión de madera coloreada. Sobre su calzado descubrió una bufanda de gruesa lana, de clara fabricación artesanal y la y la infalible cajita redonda con la culebrita de mazapán recubierta de confites. Sobre los cuatro pares de zapatos restantes también se halló la redonda figura contenedora del dulce reptil invariable.

Viendo el regocijo familiar y con la sabia decisión de disfrutar de él, el cabeza de familia decidió que ese día era tan importante que quedaba prohibido todo trabajo agrícola y ganadero en la pequeña parcela.

Horacio Cano Ribera, como hijo mayor, decidió íntimamente aparcar su responsabilidad y sus dudas y sed justiciera para, como niño que en resumidas cuentas era, disfrutar de su inocencia. Mañana sería otro día. 


J. S. del Viejo.

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